lunes, 13 de diciembre de 2010

Las dudas del Carpintero


Anda en su carpintería,
solo y triste el carpintero.
Labra José, como puede,
la madera de lo incierto,
pero el formón de la duda
riza virutas de celos.

Varón que pone los ojos
en una niña del pueblo,
que la toma por mujer
y pinta en ellas los sueños
propios del hombre: familia,
trabajo, amor… y el consuelo
de un cuerpo que por la noche
se haga uno con su cuerpo,
y cuando llega la hora
de consumar sacramento,
una mano angelical
cierra el camino del lecho…

María de Nazaret,
la esposa del carpintero,
es elegida la madre
de Jesús el nazareno,
del Dios que habrá de venir
mostrándose en carne y huesos
y que al derramar su sangre
predicará con su ejemplo.

Y ella, esclava del Señor,
acepta el divino ruego.
Para José será un arca
con el cerrojo del Verbo,
después de que una paloma,
Santo Espíritu del Credo,
le confiara gozosa
la vida del Dios eterno.

Dura ayuna de marido
en la despensa del sexo.
Y aunque esté llena de gracia,
y aunque ya se siente dentro
el temblor de la semilla
que le ha llegado del Cielo
-grano que ha entrado en el surco
sin que el surco se haya abierto-,
¿cómo le explica a José
tan increíble misterio
sin que la infidelidad
le ronde como un mal viento?

Por más que aquel virgo intacto
cuenta lo único cierto,
la sospecha del engaño
le venía al carpintero.
Y por no escandalizar,
por no echar leña en el fuego,
mordió su pena José
y la repudió en secreto.

Le dolían a María
más si cabe que el desprecio,
las dudas que al buen José
le herían el pensamiento.
Clamó el cielo en su favor,
le pidió a Dios el remedio
confesando su impotencia:

María:

“¡Cómo voy a convencerlo,
si cuando me lo pregunto
ni yo misma lo comprendo!”

Piensa y duda el buen José
mientras cepilla maderos.
La luz de la tarde entra
por el postiguillo abierto,
pero en la luz, otra luz
sobresalta al carpintero:

Arcángel:

“Sé que sufres, buen José.
Mas calma tu sufrimiento.
Lo que te cuenta María
es lo que Dios ha dispuesto.
Acércate a tu mujer
y sé guarda de su seno,
y mírate siempre en ella,
que es inmaculado espejo.”
La voz del ángel venía
buscando al esposo incrédulo.
Pero por más que aceptó
la veracidad del hecho,
y por más que a su mujer
se acercó a darle su aliento,
a cuidarla, a comprenderla
y a quererla con respeto,
de vez en cuando la duda
le desbarataba el sueño.

María cuenta las lunas
en su vientre satisfecho,
y José cuenta preguntas
que no contesta por miedo.
A María ya le duele
-llaga de presentimiento
que tiene siete puñales-
la Pasión del Evangelio;
a José, cuando se duerme
-pesadilla de ese fuego
que nunca llega a apagar-,
la pasión del desconcierto.

La una llena de Dios
y sin poder entenderlo;
el otro lleno de dudas
y de interrogantes lleno.
La una no quiere salir
por guardar su Dios pequeño,
y el otro evita la calle
para evitar los encuentros,
las preguntas de las gentes,
las miradas, los supuestos…

Ella bendice la hora
y el día que la eligieron,
y él lamenta que esa tarde
se fuera al bosque por leños.

José:

“¿Quién vino esa tarde, quién,
a mi querido aposento
y cambió mi vida así?
¿Fue ese ángel mensajero
o fue lo que por las sienes
me golpea si lo pienso?”

María canta y prepara
pañalitos para luego:

María:

“Tendrás los ojos tan claros
como el arroyo del huerto,
y en tu cara, ese color
del florecer del almendro.
Y tu sonrisa será
una nevada de enero
cayendo en alegres copos
entre tus labios abiertos”.

María posa su mano
por donde ya late el feto:

María:

“¿A quién te parecerás,
si serás hijo del cielo?”
José suspira y no quiere
pensar en el nacimiento:

José:

“¿Y si la voz que escuché
fue un invento de mi miedo?
¿Era un ángel del Señor
o el delirio que padezco?
¿Y si María pecó
y no quiso haberlo hecho,
y me oculta la verdad
para evitar sufrimientos?”

José se pasa la mano
por la frente, sosteniendo
el peso de aquella duda
que no se le acaba yendo:

José:

“¿Y si no es hijo de Dios?
¿Y qué dirán los del pueblo
si cuando el niño sonría
aclara su parentesco?”

María pide que llegue
la luna del mes noveno.
Ocho lunas lleva ya
con más pena que contento,
porque sabe que a José
las lunas le están doliendo.
El nublado de la duda
no le deja claro el cielo
y las lunas se le enturbian
en una niebla de miedo.

……………

La noche de Nochebuena
tiene un extraño silencio.
Sostiene su respirar
la boca del Universo.
Parece que todavía
no estuviera el mundo hecho
o que se hubiera quedado
de pronto ese mundo quieto.
Se puede tocar el frío
como una prenda de hielo.

Daba ese miedo la noche
que dan las noches de cuentos.

Un suspiro de María,
fatigada por el peso,
deja una estela caliente
que empaña el cristal del viento.

Entre visillos de niebla,
la luna -cíclope ciego-
se cuenta por ocho veces
en aquel vientre materno.
Y baja hasta un pobre establo
como pájaro doméstico
a completar la novena
lunar que ya está cumpliendo.

Los dolores de María
pregonan el Nacimiento;
el sudor de San José,
la duda en fiebre, temiendo
que no nazca la Verdad
cuando el vientre sea venero
que deje en chorro de vida
el llanto del primogénito.

Como quien espera el alba
desde la aurora en los cerros,
San José, sin inmutarse,
observa sin parpadeo.
Un grito corta la noche
como la espada de un trueno.
Un grito total, caliente;
un grito de dolor, seco.
José se tapa los ojos
en el momento supremo.
Cuesta despejar la duda,
si saberlo, no saberlo…

La noche asomó las galas
ocultas del firmamento.
Y más que silbar, cantaba
aquel sonido del viento.

No es sol, pero amanecía
en cuanto asomó su cuerpo;
No es llama, pero tenía
el dulce calor del fuego.
En los brazos de María
-primera cuna del Verbo-
se mece, recién nacida,
la Salvación de los pueblos.

Mira la Virgen al Niño
y mira al esposo luego.
Y el esposo, lentamente,
mira sin querer queriendo.
Busca un rostro de la tierra
y encuentra un rostro del cielo.

Y José, rendido en llanto,
dolido en culpa de celos,
en las manos de María
pone disculpas de besos.

Se perdieron en la noche
las dudas del carpintero.
La mirada de Jesús
sola desveló el misterio.

No hay comentarios:

Publicar un comentario